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#2. LA NEVADA DE 1592

Actualizado: 21 ene 2022







La penumbra y el cálido ambiente con un fino olor a leña habían creado una atmósfera confortable en aquella estancia con poco más movimiento que el de los espasmos de alguna que otra pierna y la toserá de algún resfriado mal curado. Ni tan siquiera había espacio para la poca luz que podía ofrecer la Luna y las estrellas, ocultas desde hacía horas como buen recurso para alumbrar el paso a los maleantes que anduviesen a deshoras. Poco le había durado el letargo a Tesifonte tras la siesta que había tenido aquella misma tarde en el porche de la taberna, aunque sí es cierto que la cantidad de vino que ingirió y una esterilla de esparto junto al fuego proporcionaban las mejores condiciones para echar una cabezada. Al cabo de tres horas después de coger el sueño la puerta desencajada comenzó a golpear una y otra vez contra el marco debido a la ventolera de allí afuera. Un agujero en el marco de la ventana creaba un armonioso silbido por el paso del aire desde el exterior. Pese a encontrarse a gusto era imposible volver a conciliar el sueño y viendo que las llamas se había consumido en su mayoría, quedando poco más que las brasas y algunas ramas mal quemadas, Tesifonte se sentó en una banqueta y arrimó las ascuas para aprovechar toda la materia leñosa. Poco podía hacer y viendo el transcurso de la noche decidió ir al corral para mantener la lumbre. Al salir de la estancia observó como comenzaban a caer copos de nieve con intensidad, algo raro a la vista en décadas y más cuando la gente esperaba más lluvia que una blanca estampa aquel 29 de diciembre de 1592. Asomado al centro del patio admiraba el cielo que dejaba caer sus lágrimas blancas sobre su cara, al tiempo que su barba retenía los copos congelando la espesa pelambrera de su perilla. Parecía recordarle su pasado en Flandes pero ni de lejos caía tanto como en aquellas tierras. Una nevada inusual en aquella región, cosa de agradecer a la naturaleza al dar un paisaje invernal de un aspecto blanco que llenase los ríos y los pozos de vez en cuando. Las tierras levantinas no estaban acostumbradas a ver la nieve, salvo en las tierras altas del interior lindando con Castilla. Ejemplos montañosos en Alicante se contaban con los dedos de la mano como Aitana, la más predominante de todas, el Puig Campana o Mariola. Sobre el Puig Campana era conocida la leyenda que Roldán, caballero leal de Carlomagno, se enamoró de una joven y hermosa doncella del lugar llamada Alda. Al enfermar ésta gravemente Roldán decidió trepar hasta lo más alto de la montaña en busca de un mago para salvar a la joven. Tras suplicarle, el mago le dijo: «Alda morirá hoy, cuando el último rayo de sol alumbre esta tierra». Desesperado ante aquella profecía desenvainó su espada y asestó un tajo a la cumbre intentando con ello retrasar la entrada de los primeros rayos de luz. Tal rabia soltó en aquel golpe que cortó la cima enviándola hacia el mar convirtiéndose en una pequeña isla frente a la costa de un pequeño pueblo pesquero Benidorm, localidad y huertas de las proximidades de constantes ataques berberiscos.


Terminada su alabanza a la climatología invernal recogió unos tarugos y una rama seca de una esquina junto al establo donde no se oía ni un rebuznar de los pocos animales que tendría que haber dentro. Tras avivar bien el fuego se dirigió a uno de los aljibes que tenía la corrala para beber algo de agua, tanto gusto le había dado el vino de la tarde que unido al calor seco de la chimenea lo dejó sediento. Por su boca escurría algo más de una jarra cuando fue sorprendido por el dueño del lugar que venía de aprovisionar al establecimiento. Pese a su actitud descortés a Tesifonte le pareció un hombre previsor, pues la madera quedaría en nada llegado el mediodía. Aquel hombre no era un simple necio de tres al cuarto y, viendo que su existencia peligraba por su escasa economía, le pidió consejo sobre algún oficio por la zona para ganarse unas monedas. Aunque el corpulento personaje no tenía ganas de mucha conversación cordialmente le indicó: «No se había visto una nevada así desde hacía décadas, siendo claro y por el frío que llevamos teniendo hace días y los que creo que igualmente vendrán, le diría que probase suerte recogiendo nieve cerca del cabildo para la gente pudiente. Eso sí, intente estar de los primeros porque no son pocos a los que el hambre les aprieta y la nieve se convierte en lo único que tienen. Con suerte conseguirá unos maravedíes al día». Tesifonte que veía como aquel hombre desaparecía por las puertas del establo tras su breve coloquio solo le quedó agradecer aquellas palabras. Aguardó hasta que los primeros rayos de luz empezasen a hacer su aparición tímidamente en el exterior, a pesar que el viento había aminado y tan solo dejaba una bonita escena de nieve fina cayendo y cuajando en el suelo, dejando las calles y los tejados cubiertos de una bonita estampa en un lugar donde no solía verse la nieve. Raro era no ver a los zagales jugar como el que descubre un juego volátil y maleable al mismo tiempo; por las horas que eran rápido iba a ser el despertar para contemplar la escena tan bonita por aquellos lares. En dirección al cabildo siguió el camino que recorrió la noche anterior, ahora atestada de gente yendo y viniendo, junto a los carreros y jornaleros que ya se disponían a prepararse para el día frío e intenso que tendrían por delante. Poco reconocía la ruta que realizó por la noche, ya que entre las sombras y el viento acuciante poco le servía admirar la ciudad. Cuando llegó a la puerta que separaba la muralla de la zona de extramuros recordó a aquellos soldados apostados junto a la hoguera y que, pese al relevo hecho en la guardia, los recién incorporados seguían quietos frente a la hoguera que habían alimentado, bajo un aspecto serio y vigilante, aunque apenas se meneaban como verdaderos témpanos de hielo.





Tesifonte arropado con un grueso abrigo de piel de oso, de lo poco que le quedaba de valor junto a su daga, apreciaba el amparo de aquella prenda. Un tanto destrozada por el uso, mal olor y poco cuidada daba un aspecto de un triste forastero falto de apaño que vagabundeaba con unas botas desgastadas y con casi algún agujero que otro que le obligaba a enrollarse unos paños de lana alrededor de los pies para evitar la sensación de congelamiento. Tras recibir alguna que otra indicación por algunas de las serpenteantes calles llegó al cabildo. En aquella plaza podía verse mucha más actividad que la percibida desde el muro. Más carros de costumbre y gente bien vestida paseaba de un lado a otro con suma rapidez. Las casas que rodeaban al cabildo brillaban por su entereza revestidas en piedra, bien cuidadas y ornamentadas en sus fachadas como cualquier familia pudiente. La institución, aunque con poca gente merodeando por sus portones, si es verdad que empezaba a tener alguna persona que otra dispuesta resolver los asuntos diarios de comerciantes, impuestos o litigios. Según una placa de la fachada la Casa Consistorial en la Plaza del Mar se construyó unos cincuenta años atrás, pese a su apariencia inacabada, los vecinos hablaban del poco dinero disponible de las autoridades para acometer la obra, aún así se distinguía por su buena piedra de las cercanías con la que se construyó y un sobrio balcón central en su fachada. Tesifonte aprovechó para echar un vistazo y, una vez pudo acercarse se adentró hasta una sala principal, un recibidor para el pueblo donde una mesa con algunas papeles y la estimable compañía de la pluma y su tintero completaban aquel bodegón administrativo. Tesifonte que empezaba a notar el calor al entrar dejaba de sujetarse tan fuerte el abrigo. Una voz le interrumpió en su insistente mirar a todos lados, por donde una y otra persona se dirigía a estancias diferentes con demasiada prisa:


— En mal día viene usted a resolver cualquier asunto. Con la que cae ahí afuera mejor es que se vaya a buscar la poca leña barata que pueda encontrar —comentó quien a simple vista parecía ser el secretario del cabildo que acababa de salir de una habitación anexa ajustándose en su sesera una gorrilla negra, parlota como se le solía conocer.

De las maldades del invierno no se libra ni el más desconocido de los lugares. Nunca pensé que por estas zonas nevase…

Si le digo la verdad rara vez ha nevado en estas tierras y si me pregunta más le diría que mi memoria no llega para tanto. —contestó con un tono jocoso y ciñéndose la capa corta para evitar que le calase el frio cada vez que abrían la puerta de entrada al consistorio—. Bueno, usted dirá a que se debe su presencia porque mi intuición me dice que vuestra merced no es de aquí ¿me equivoco?

— No, estoy de paso durante unos días. La necesidad, la mala dicha de la existencia, me obliga a buscar algún oficio para ganarme el sustento y así continuar la marcha cuando este tiempo de mil demonios se despeje un poco.

— Pocos oficios en un cabildo hay para un forastero, pero disculpe buen hombre, ¿su nombre?

— Cristóbal…


Acostumbrado a mentir desde hacía meses no dudó ni un segundo en pronunciar aquel nombre, a pesar de la pesadilla causada la noche anterior y los emotivos recuerdos del pasado. Seguro a su compañero de filas le hubiese gustado saber que Tesifonte había aguantado tanto tiempo prófugo y a salvo gracias a haber suplantado su identidad. Ir dando su verdadero nombre a desconocidos e incluso a una autoridad en dependencias municipales, salvo en situaciones de plena confianza, era un error que podría costarle demasiado caro. Todo el mundo sabía que desde el frente las noticias siempre llegaban tarde y mal. Por supuesto las condenas a desertores o castigos severos por malas conductas en los ejércitos tardaban tiempo en ser remitidas a las autoridades pertinentes, aunque tarde o temprano acababan llegando y, por supuesto, acabarían encontrándolo.


— ¿Hacia dónde se dirige, si no es mucha indiscreción?

— Hacia tierras de Castilla. Probablemente cogeré el camino por Villena hasta alcanzar Almansa respondió Tesifonte lamentándose por dentro de su bocaza, ya que desde su huida de Flandes poca información ofrecía de su destino, por si las malas lenguas hacían que las autoridades diesen con él.

— A lugar de labranza y clima seco se dirige usted. Aún le queda buen camino hasta su destino.

— El dueño del lugar donde me hospedo me aconsejó acercarme a preguntar si les vendría bien alguna persona para quitar nieve a cambio de algo de dinero.

— Tenemos a un par de hombres limpiando, aunque si continúa nevando seguramente tardaremos más en quitarla antes de convertirse en hielo. No cabe duda que una mano más vendrá bien, al menos por ser el primero que viene a preguntar y así ganarse algo para el camino que mal estómago le hará tantas jornadas de viaje.


Desencajado y aguantándose la tiritera sintió una subida inexplicable de temperatura ante tal sorpresa. Apenas eran quince maravedíes lo ofrecido pero, a través de palabras del secretario quien a diferencia de otros ambientes destacaba por su buen afeitado y un refinado aroma, le indicó sus labores y condiciones. Supo también que dispondría de una comida diaria consistente en algo de pan, unos tragos de vino y lo poco que sobrase de la cocina del cabildo, en igualdad de condiciones con los dos hombres que ya habían empezado en similar tarea. Aún seguía nevando y no tenía pinta que amainase pronto, por ende Tesifonte agradeció la buena dicha y comenzó su trabajo. El escribano le indicó su cometido: limpiar cornisas, accesos a la plaza y al cabildo, el adoquinado y la plaza de la Iglesia de San Marcos para luego echar sal sin mesura alguna. Poco tardó en ponerse a su cometido, ya que al menos el movimiento no lo hacía morirse del frío y por quince monedas más un plato de comida diaria disponía de lo necesario para sobrevivir.


Justo cuando el sol desapareció el silencio se apoderó de los alrededores y el centro prácticamente se despejó de viandantes. Únicamente quedaban aquellos seres con pala en mano que se las arreglaban para amontonar la espesa capa helada en los muros de las viviendas dejando con ello el centro de las calles libres para el tránsito. Según fuese la zona, a veces se les veía rompiendo placas de hielo, eliminando los chuzos de hielo de los tejados o esparciendo sal con sacos de arpillera. Al debilitarse la nevada facilitó la tarea de limpieza y viendo difícil que cuajase de nuevo Tesifonte calculó dos días para dar por finalizado el encargo, a diferencia de lo acostumbrado en los países más septentrionales cuya labor podía alargarse incluso semanas o un mes.


Al siguiente día el espesor de la nieve era mínimo, pero aún era necesario el uso de hombres que limpiasen la zona para evitar el hielo. Así continuó Tesifonte esas dos jornadas sobreviviendo a un plato diario de comida y lo poco que le quedaba en su saca por la noche, con tal de ahorrar lo posible para sobrevivir allá donde fuera. Finalizado el trabajo se dirigió al corral a sentarse frente al fuego y cenar antes de dormir. De los otros dos invitados de la habitación de aquel lugar asqueroso y medio en ruinas, ahora solo quedaba uno de ellos. Tenía pinta de ser moro, por un ligero acento, rostro algo moreno y de pelo rizado. Parecía ganarse la vida de alguna manera y descansar llegada la tarde, pero Tesifonte ni tan siquiera entabló conversación con él hasta que hizo su irrupción por la puerta de la habitación y la clavó con tal fuerza que Dios sabe como la abrirían al día siguiente:


— Fría noche ¿eh?dijo el hasta ahora desconocido compañero de habitación que, sin más dilación, se sentó en otra butaca frente al fuego. Tres días y aún no nos hemos presentado, mi nombre es Jerónimo.


Saciando el hambre de la noche Tesifonte andaba mojando un mendrugo de pan en la mermelada que aún le quedaba del viaje. Éste asintió devolviéndole el saludo sin pronunciar palabra alguna, no queriendo parecer descortés por hablar con la boca llena. Su compañero enfocado a su tarea extrajo de un pequeño saco un palomo que comenzó a desplumar rápidamente. Tras abrirlo en canal y extraer las vísceras del animal, sin más tontería que la de tener hambre atravesó al bicho con un varilla de hierro que previamente había limpiado y lo colocó sobre la hoguera. Esperando a que se asase calentó sus manos con tanta tranquilidad que tardó un rato en percibir la mirada seria de su compañero. Viendo la cena de aquella noche era de intuir que Tesifonte se moría de ganas por probar algo de carne, a lo que su compañero apiadándose de él sacó otra ave, a cambio Tesifonte le ofreció pan y algo de vino para acompañar.


— Si su estancia se alarga y es de su interés hay poco que sacar de las huertas estos meses, pero siempre hay algún palomar suelto del que robar algunos bichos de estos. indicó Jerónimo abriendo el saco para mostrarle a su colega sus nuevas adquisiciones. ¿Viene en busca de oficio o está de paso?

— Ambas cosas… He estado limpiando nieve por los alrededores de la plaza y así guardar algo que falta me hará, no vaya a ser que el hambre sea mal compañero de viaje.

— Mal pagada esa labor, al menos sale del paso una o dos semanas. Fíjese yo a veces los vendo por tres o cuatro maravedíes, según le apreté a la gente y a los viajeros que tengan necesidad.

— Algo sacas…

— Tengo algunos palomares vistos y si tenemos suerte a lo mejor alguna gallina podemos coger o algo interesante por los corrales.

— ¿¡Tenemos!?

— Dejémonos de necedades… contestó Jerónimo sorprendido ante la cara de sorpresa tan falsa de su interlocutor. Tanto hambre tiene usted que las tripas le rugen incluso durmiendo, solo le ha faltado desplumar al palomo con la mirada. Hay que comer para calentarse estos días.


Era imposible negar lo innegable, Tesifonte con un plato de comida no podía aguantar todo el día, salvo por los frutos secos, algo de queso, pan y mermelada que tenía. Aún así era consciente que aquella proposición implicaba el hurto, pues la justicia obligaba a reponer lo robado, una multa exagerada a las arcas de su Majestad y, al menos, medio centenar de latigazos públicos como castigo, aunque no le quedaba claro qué tipo de pena sería si unido aquello un moro, sin pena ni gloria, robaba a un cristiano allanando su vivienda. Pero lo complicado no era eso, sino el riesgo de Tesifonte por ser identificado como un burdo desertor, quien tenía asegurada la pena capital, en cambio, más riesgo era el pasar hambre y desfallecer por él.


— ¿Sabes que le pasa a los moros que cogen lo que no es suyo no? preguntó irónicamente Tesifonte ante tal idea confirmando tras un rato hablando que se trataba de un moro.

— Dicen por ahí que lo soy. Moro era mi padre que rezaba a distinto dios al que rezáis vos. Yo sin embargo ni creo ni me encomiendo a algo que no es de este mundo, tan solo heredé esta piel y algo de acento.

— Con estos tiempos que corren, querido Jerónimo, bastante tenemos con comer y dormir bajo un techo dijo Tesifonte en un tono más agradable valorando la ayuda que le proporcionaba su compañero de habitación. Pensándolo mejor, mañana vamos a esos palomares a ver si sacamos algo decente para ir tirando, seguro que cuatro ojos miran más que dos.


Al día siguiente Tesifonte dedicó la mañana a lavar sus prendas, un lavadero atestado de mujeres al alba arremolinándose en aquel gigantesco pilón para limpiar todo tipo de telas. A diferencia de otros que se encontraban a intramuros ese lavadero había sido construido por los propios vecinos de los arrabales para su disfrute. Ni se encontraba techado ni tampoco se veía caer un buen chorro de agua, eso sí, en su construcción habían tenido en cuenta la gente de esos lares puesto que sus dimensiones eran considerables. Tal amplitud tenía que distanciaba un lado de su opuesto por al menos ocho varas de longitud, empero a su artificialidad más parecía una charca que un lavadero. Quien se dedicaba noche y día a quitar nieve ahora se dedicaba a lavar su jubón, aquel que no se despegó de él desde hacía días, otros pantalones de cambio y algunas prendas íntimas que ya olían a pútrida humanidad. Las carcajadas del centenar de mujeres limpiando la ropa de la familia hacían mofa a los pocos hombres allí presentes, frotando sus prendas como los apestados y raros al otro lado del lavadero. Alguno que otro probaba la valía contestándoles con burla en busca de tonteo y así alguna atrevida, ante la ausencia de sus maridos le contestaba en broma y mala educación sacándose una teta y causando el vacile del grupo de mujeres al igual que el de los hombres. Aquel lugar suponía una verdadera liberación del mundo femenino donde las mujeres, muchas de ellas maltratadas, encerradas o violadas en su hogar pudiesen charlar y divertirse un buen rato con sus iguales. La mayoría se conocían e incluso quedaban a la misma hora para lavar y en meses de calor almorzar en compañía hasta tener secas sus prendas, unas por la gran prole que tenían y otras por labores domesticas con familias burguesas o distinguidas. Un lugar donde se hacían eco de la sociedad en forma de noticias o chismes, ya fuese del ámbito local, personal, familiar o simples rumores. Allí cada mujer iba y venía con algo aprendido y consciente de todo lo que pasaba a su alrededor. Lo que no dejaba de ser un espacio donde las mujeres mandaban y ellas eran quienes podían llamar a los hombres extraños. Tesifonte se divertía ante aquella escena, a veces perplejo por algún par de ubres que asomaban durante la ardua tarea de la limpieza para los hombres y, a la vez, festiva y alegre para ellas. De vez en cuando alguno de los varones conteniéndose su orgullo a la par que su ardor sexual murmuraba a sus compañeros: «si la dicha fuera buena ya habría clavado la pica a esa perra». Aguantando la mofa de las señoras los hombres se humedecían la cara y los sobacos como podían mientras escurrían sus telas. Ninguno se aventuraba a limpiarse sus partes íntimas, no por la deshonra ante aquel montón de féminas sino porque era tal el frío del ambiente que nadie se atrevía a quedarse en paños menores. Aquellos que solían acercarse a las fuentes de los lavaderos no eran más que viajeros o gente de paso que requería un poco de jabón y un frote a su ropa. Otros, sin entretenerse mucho, agarraban a sus mulas y desde un poco más lejos daban de beber a las sedientas bestias en un pilón preparado para el consumo de animales. El problema residía en la atestada corrala donde se hospedaba Tesifonte que ni agua había para el aseo. Tan solo aquella de los aljibes y que debido a su empleo para consumo diario y cocina, el posadero prohibió su uso para el baño. Ahí es cuando cualquiera, al cabo de un día, se daría cuenta por qué le avisaron de tal hospedaje de mil demonios. Algo más decente y una vez haber escurrido cuanto pudo su vestuario lo llevó de vuelta a la corrala donde frente a las brasas se sacaría como debía y dirigirse lo antes posible para seguir con la última jornada de quitar nieve por algunas calles en las que se había hecho hielo o algún acceso que limpiar.












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